Estéticas de la política y la corrupción en Santande

Por: Julio César Acelas Arias

La política en Santander deja para la posteridad,  dos poderosos monumentos estéticos, dos huellas indelebles y vitales, muy vista una, muy ruidosa la otra, cuyos sentidos han sido poco comprendidos por el colectivo: El Santísimo, legado emblemático de los Aguilar, que, desde los cerros orientales del área metropolitana de Bucaramanga, ilumina y vigila la inmensidad como un faro y devela el alma del clan, y la escultura Ruedas del maestro Guillermo Spinoza, que posa inmóvil, adusta, reveladora, a la entrada de la alcaldía de la capital.

Emplazados ambos en puntos estratégicos, (¿casualidad o intención?) nos remiten a la reflexión sobre el profundo vínculo entre el arte y la política, la ciudadanía, el poder y la corrupción. Estos monolitos de mirada obligatoria cuando deambulamos las vías o caminos del área metropolitana, adornan el paisaje de esta recia y silente tierra santandereana. Nos muestran, en sentidos parecidos pero distintos, la corrupción de la política en la vida pública, ese basilisco de mil cabezas que nos carcome. 

El dramaturgo Federico Schiller, autor del Himno a la Alegría (1775) de Beethoven en la Novena sinfonía, escribió que la dimensión estética es fundamental para el bienestar de todo ser humano, lo que el pensador Jacques Rancière llamó “la repartición de lo sensible”: la política debe definir lo común de una comunidad, en visibilizar lo que no lo es y en hacer escuchar como hablantes a aquellos que son percibidos como bestias ruidosas. El objetivo de este nuevo cambio y transformación estético es crear una “comunidad del sentir”, el arte como una parte fundamental de la sociedad: arte y política son realidades que se relacionan porque son dos formas de división de lo sensible.

El filósofo alemán Walter Benjamín nombró la “estetización de la política” a lo que hizo el fascismo con el arte, y “politización de la estética”, al arte de denuncia y propaganda, lo que los comunistas y revolucionarios y comunistas hicieron con la creación humana. El mejor ejemplo de lo primero lo vio Benjamín en la aplicación del criterio de lo bello a la guerra, que le sirvió al fascismo para organizar a las masas, y su exaltación estética, como el mejor instrumento para fijar la atención sólo en el mérito artístico, excluyendo otro tipo de juicios.

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Para Rancière, si la estética se concibe como intrínsecamente política, ella manifiesta su potencial liberador; un arte que contiene en sí mismo una relación implícita con la política implica la reorganización del espacio público y la inclusión de lo estético en la esfera pública.

El extraordinario vínculo entre los proyectos arquitectónicos de Hitler y su especial interés por las poderosas edificaciones monumentales, por ejemplo, pone de manifiesto la primacía de la grandeza arquitectónica sobre cualquier consideración social o ciudadana. La solución de las brechas sociales como centro de cualquier obra arquitectónica pública, fue desplazada por el mérito artístico de la edificación: lo fundamental era realizar el ideal estético que le brindaba inmortalidad al artista-gobernador.

Las Ruedas son liberadoras, altamente políticas; muestran un espacio común donde habita la presencia eterna de la corrupción, que sigue ahí, indómita como el día y la noche, y el desprecio a los corruptos, que sabemos quiénes son y convivimos con ellos. La corrupción, esa desventura colosal que nos devora desde dentro y que ojalá algún día llegue a sus justas proporciones, como el expresidente Turbay aconsejó y no le paramos bolas.

El Santísimo encarna todo lo contrario; allí, los Aguilar no tuvieron en cuenta ninguna consideración social, sino sólo en su “grandeza” y en sus alforjas personales, una forma innovadora, torpe y mezquina de robarse la plata de la grey.

La faraónica escultura El Santísimo, un Jesús de Nazareth de 60 mil millones de pesos, 37 metros de alto y 40 toneladas, levantado sin licencia ambiental y muchos torcidos, está hecha de polímero insaturado, una resina especial con la que se fabrican aviones, yates y grandes monumentos.

Es una especie de brutalismo pop. Su gestor, Carlos Fernando Sánchez, un vendedor de ilusiones de pie grande, procesado por corrupto, reveló que sería un “ícono como en las grandes ciudades del mundo”. Su autor, Luis Cobos, un joven escultor de monumentos y “ateo de convicciones”, intentó meternos en cintura que la mole era símbolo de esperanza, bondad y de protección para todos. No nos protege, pero sí nos vigila y la oteamos siempre que circulamos y merodeamos las calles de esta matria irredenta, saturadas de venezolanos, huecos y mercachifles. Fue contratado por Richard Aguilar, la promesa del clan, quien prefirió el modelo corrupto de su padre a un sugestivo futuro político.

El niñato Aguilar quería una gran imagen religiosa que compitiera con el Cristo Redentor o Corcovado en Brasil. Copió la idea de un viaje como cónsul general en Santiago de Chile: “en Río de Janeiro fui testigo del imán para los viajeros que representa el Cristo Redentor. Mi intención era hacer algo similar en mi región, quería un lugar al que todos los colombianos quisieran ir, un plan obligado que convirtiera a Santander en un destino turístico de talla mundial y disparara el desarrollo regional, generara empleo y riqueza y atrajera inversión extranjera”.

Ni lo uno ni lo otro, hoy se erige yermo como un elefante blanco más, inaccesible para el ciudadano común, sin que le genere recursos al erario. Con solo visitarlo una vez queda uno listo, hastiado, aburrido. Su mayor atractivo es montar en un teleférico y apreciar las verdes laderas de Floridablanca que nos proveen comida y agua; teleféricos abundan en muchas ciudades del país y en el mundo los tienen por montones.

Desde El Santísimo se tiene una vasta panorámica del área metropolitana de Bucaramanga y es visto en casi todos los lugares por donde se deambule. Siempre aparece su presencia inmutable como un ojo electrónico, vigilante de sus gentes, recordando a todos que ellos están ahí, que tienen poder y mandan, que con otros políticos y poderosos solapados lideran el barco y mantienen la gobernanza, a punta de contratos, puestos y canonjías. Como si hubiese sido calculado y previsto, este “hito del turismo”, que nunca lo ha sido, terminó convirtiéndose en una carga institucional, un engaño colectivo; así de simple como un pino en un pinar, diría Neruda.

El tercer Aguilar, que manda hoy, pretendía construir otro parque monumental, otro esperpento derrochón, el del Cacao, como referente de la otra Santander, el Magdalena medio, el de la guerra, los muertos, el del dolor, para que su símbolo y presencia fuera perenne, omnipotente, avasallante en todo el territorio. Ojalá no se les dé, están en su peor hora política que podría ser su expiración, su entierro, y los puede sacar perentoriamente del juego de las emociones colectivas, tan caras a los santandereanos.

El expolicía Hugo Aguilar, un provinciano mal hablado, estudió para maestro de escuela, pero “por falta de palancas políticas nunca lo nombraron”, llegó a ser profesor en varias universidades de garaje. Apareció un buen día y se fortaleció en Convergencia Ciudadana del «tuerto Gil», recomendado por Cuco Vanoy, “Julián Bolívar” y “Macaco”. Se hizo diputado y una noche en una entrevista en la televisión local la soltó directo a la yugular: “quiero ser gobernador de Santander”. Se fortaleció resolviéndole al partido problemas de seguridad con Camilo Morantes, gángster paramilitar, quien había puesto un bombazo en su EPS Solsalud, la gallina de los huevos de oro, con la que estos renovadores robaron a manos llenas, sin dios, sin límite, sin pudor.

La campaña a la Gobernación fue novedosa: con brigadas juveniles anaranjadas que cantaban y gritaban: «¡Aguilar gobernador, contra la corrupción!», que evocaban el ritual mañanero en los ochenta de reclutas trotando y gritando en los barrios cercanos a la Quinta Brigada. Con ese despliegue multicolor cargado de disciplina militar, impactaron la opinión, socorridos por los fusiles paramilitares en la nuca de los lideres bipartidistas y millonarios recursos de espuria procedencia; al final, derrotaron la desgastada maquinaria liberal por escasos 27 mil votos.

Se erigieron entonces como los nuevos salvadores, los nuevos clientelistas. Un liberal aristocrático “de hueso colorado”, exdirector de la Cámara de Comercio contaba que cuando llegaron los “nuevos señores de la guerra”, un sector grande de empresarios, encandecidos por los negocios y el «cash money», los acogió encantados y amablemente le cedieron sus oficinas a pesar de su oposición. Cuando asesinaron a Luis Carlos Galán muchos de esos mismos directivos lo señalaron y condenaron porque condenó públicamente el magnicidio.

A la familia Aguilar le está haciendo agua el poder. El de mostrar, el privilegiado, pintoso, carismático y sagaz Richard Aguilar construyó una marca propia, y pese a gozar de alta popularidad como gobernante y ser senador exitoso y mediático, decidió seguir el ejemplo paterno y levantó una acaudalada y corrupta empresa política que lo mandó directo al calabozo.

Lo paradójico fue que, cuando ellos llegaron, pusieron orden en la casa resolviendo de un tajo viejas necesidades aplazadas por los políticos de siempre: pavimentaron la entrada al pueblo, construyeron el coliseo, remodelaron el mercado campesino, el colegio municipal y el polideportivo. Repartieron a diestra y siniestra, regalos, juguetes, mercados, pollos, computadores, herramientas, medicamentos, cajas de dientes y balones. El viejo coronel, como un traqueto de pueblo, abrazaba y besaba a todo el mundo, atendía desde la madrugada a la gente, regalaba dinero, resolvía quejas y pedimentos, dialogaba emocionalmente con la gente: era el poder ahí, a la mano, directo, sin rituales ni mediaciones, repartiendo contratos y puestos públicos, acumulando credibilidad y legitimidad.

Otra sociabilidad política, otra forma de administración, otra comunicación con la gente, diferente a la vieja higiénica y desgastada retórica partidista. Y caben las comparaciones, que no siempre son odiosas: a diferencia de los políticos perfumados, que evitaban los miasmas del pueblo desvalido y que poco desarrollo trajeron para Santander, estos emergentes sí lo hicieron y rápido. En los noventa, Santander parió cinco candidatos presidenciales con vasto poder nacional que sólo disfrutaron sus familias y compinches, ignorando los dolores y la desesperanza de miles de ciudadanos olvidados. Esto, para muchos, poco se comprende. Un brillante profesor del Externado me preguntaba: «¿Cómo es eso que en Bucaramanga y el área metropolitana que tiene los mejores colegios del país y unas clases medias prósperas, siguen eligiendo a políticos mafiosos, populistas y bandidos?» Es la gran incógnita para resolver.

El maestro Espinosa ha sido el artista más sencillo y disruptivo de una cultura regional conservadora y excluyente que padece la manía de creerse primera en todo. Empezó pintando superhéroes y llegó a ser el artista más emblemático del espacio público en Santander. Creando una obra minimalista que sublimaba siempre lo simple, lo bello. “Nunca planeo nada ni tengo disciplina ni teoría, soy puro instinto, sólo lo que mi estatura da, encuentro belleza a la forma y a las líneas de las cosas sencillas”, decía.

Fue un hombre humilde de trato sencillo criado en el barrio Girardot en medio de talleres, que de niño se escapó a Medellín donde terminó durmiendo en un parque.

Muchas de sus obras adornan y embellecen palacetes de ricos y poderosos, en “casas de familia”, edificios públicos, vías y autopistas. Las Hormigas trazan su camino desde la puerta del sol hacia Floridablanca; el Clavijero, en el Parque de los Niños, terminó convertido en el lazarillo de miles de venezolanos que lo engalanan con un almizcle impúdico de mierdas, orines y marihuana; o las Ruedas, en la sede del poder político local. Sus aptitudes estéticas lo llevaron alto, donde hombres públicos y poderosos terminaron comprando su obra como símbolo de estatus.

En 1989 la Alcaldía de Bucaramanga adquirió la escultura «Ruedas» que la adorna, pomposa y anónima. La obra para el artista fue testimonio y símbolo inequívoco y único de la corrupción pública. Muchos políticos y gobernantes al comprar para la ciudad sus obras, por las que el maestro no cobraba mucho, facturaban grandes sumas y se apropiaban de sustanciosas coimas y tajadas, lo que Espinosa sabía, pero consentía con auténtico estoicismo, porque vivía de su arte y quería aportar su legado a la ciudad: “con estas obras compré mi libertad, vendiendo cuadros y esculturas”.

Era otra narrativa la que Espinosa quería imprimirle a las Ruedas: “un discurso oculto, una crítica del poder a espaldas del dominador” (8), la infra política de los desvalidos, una forma de resistencia discreta que soportara el poder sin alterarlo. Toda una bella pedorreta para la posteridad, que evoca la moraleja del proverbio etíope: “Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y silenciosamente se echa un pedo”. Ricardo Flórez Espinosa, el sobrino más dilecto del maestro, se ríe con la picardía de un niño contándome la historia verdadera en una noche celestial de libación, en la icónica tienda de Martin en San Francisco: “fue la sacada de clavo de mi tío con los políticos y el poder”.

Spinoza inauguró Ruedas “como homenaje a este invento que impulsó el desarrollo de la civilización”, pero que realmente era un retrato de la mordida, la tajada del pastel, el serrucho, de la coima que la política y los políticos se apropian indebidamente, lo que tiene en el foso, lo poco que queda de país. La gente se la apropió así, pero rápidamente le cercenaron su insondable sentido y hoy pocos se han percatado de tal representación, ni sospechan de semejante maravilla ética y estética, grávida de profundidad política. Debe convertirse en un museo vivo para las nuevas generaciones.

En 2013 apareció en esta ciudad de cemento, un millonario charlatán con un descomunal déficit de reconocimiento, narcisista y encantador de serpientes, que con una filosofía popular chabacana para iletrados y manipulando un mantra sobre la anticorrupción, se hizo al poder local. Años después comprobamos, luego de desgobernar la ciudad y promesas incumplidas, que ha sido un intento arrabalero de “estetización de la política”. De hecho, un buen día de 2016, amaneció delirante diciendo que era “seguidor de un gran pensador alemán que se llama Adolfo Hitler”.

Bucaramanga, día 505 de la pandemia.

*Candidato a Doctor en Estudios Políticos Universidad Externado

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