PROBLEMAS DE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

Por: Armando Martínez Garnica

“Un hombre: un voto”. Esta es la ecuación más simple del régimen democrático, en sus formas republicanas o monárquicas constitucionales, y de la participación ciudadana. Pero una cosa es el principio abstracto y otra distinta es la realidad de la cultura política, sometida tanto al régimen electoral como a las instituciones de representación definidas por la carta fundamental de una nación.

En el mundo hispanoamericano, el punto de partida histórico es la invención del ciudadano, es decir, de la célula básica de la nación moderna. Esto acaeció en las Cortes de Cádiz durante los años 1810-1812: la nación española sería “la reunión de todos los ciudadanos españoles de ambos hemisferios” y en ella residiría, esencialmente, el derecho soberano de establecer sus leyes fundamentales. Por cada 70.000 almas de población habría un diputado elegido ante las Cortes Generales de la nación española. Pero esta representación tendría un régimen indirecto: los ciudadanos de las parroquias elegirían sólo las juntas de los electores parroquiales, uno por cada 200 vecinos, y serían estos quienes elegirían los electores de partido que concurrirían a las capitales de las provincias para elegir los diputados de las Cortes.

Con esa inspiración, la nación colombiana fue erigida en 1821 por el Congreso de la Villa del Rosario, como la reunión de todos los colombianos libres nacidos en el territorio de Colombia, y en ella también residió esencialmente la soberanía. Pero también el pueblo solo podría ejercer la soberanía en las elecciones de las asambleas primarias de las parroquias, donde se elegirían los electores cantonales que concurrirían a las asambleas electorales de las provincias. Los atributos del ciudadano elector eran la naturaleza, la masculinidad, mayoría de edad (21 años), la propiedad raíz o de algún oficio o actividad comercial, y la instrucción (saber leer y escribir). La ecuación “un hombre: un voto” era literal: pasarían 136 años antes de que se hiciera efectiva la fórmula “una mujer: un voto”. La eliminación de los atributos de la propiedad y de la instrucción tardaría también más de un siglo.

La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 trajo al mundo político nuevos conceptos, pero “casi” los mismos principios: la soberanía residiría exclusivamente en “el pueblo”, que elegiría directamente sus representantes ante las dos cámaras legislativas, y también al presidente. Pero ese “casi” hace referencia a la introducción de un principio perturbador de la ecuación abstracta “un hombre o una mujer: un voto”. Se trata del artículo séptimo de la carta fundamental, que reza: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”. La subversión del principio de la igualdad ciudadana del elector por este nuevo principio étnico y cultural no ha parado desde 1991 en Colombia, expresado en la ampliación de la discriminación positiva en favor de grupos sociales cazadores de rentas públicas y tierras privadas.

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La emergencia y el incremento desmesurado de ciudadanos indígenas, ciudadanos afrodescendientes, ciudadanos LGTB, ciudadanos exguerrilleros, ciudadanos ROM han pervertido la aspiración a la igualdad de los ciudadanos. Del ciudadano sin atributos, que había sido el gran logro de varias reformas constitucionales, al despojarlo de la mayoría de ellos, dejando solo la naturaleza y la edad mínima de 18 años, hemos transitado al ciudadano lleno de atributos culturales que reclama discriminaciones positivas sin límites temporales, en favor de intereses particulares. Sin darnos cuenta, llegamos a un estado de múltiples jurisdicciones particulares, preeminencias y privilegios de muchos grupos sociales. Dos ejemplos recientes: un ciudadano llamado Miguel Polo Polo aspiró a una beca universitaria especial declarándose “indígena” de la comunidad Isla Gallinazos, y tres años después a una curul parlamentaria especial declarándose “afrodescendiente”. En las elecciones presidenciales del año 2022, aparecieron en la tarjeta electoral cuatro “afrodescendientes” como aspirantes a la vicepresidencia, de un total de ocho, porque los asesores de campaña juzgaron que los candidatos a la presidencia requerían de los votos de los “afrodescendientes”.

La carta de 1991 abrió un camino lleno de abrojos al régimen representativo colombiano: el ciudadano con atributos culturales y étnicos, suspendiendo el antiguo camino de la construcción del ciudadano abstracto y casi sin atributos cívicos. La perversión del régimen de la discriminación positiva intemporal que las sentencias de las cortes de justicia han estado construyendo, en desarrollo de los nuevos principios de la constitución de 1991, es uno de los graves males que hoy sufre una democracia basada en la igualdad ciudadana. Hoy se ha vuelto normal que las instituciones públicas pregunten a los ciudadanos colombianos, en sus trámites de identificación para la prestación de servicios públicos, por su etnia, su territorio ancestral, su cultura particular. En la última elección de congresistas de 2022, el jurado preguntaba al sufragante: ¿Territorial o étnico? Es decir, ¿usted vota como ciudadano de un territorio de la nación o como un ciudadano étnico de un territorio que no es de la nación?

Además de estas perversiones del régimen representativo actual, la nación colombiana, que desde 1991 se denomina “pueblo”, sigue arrastrando las antiguas perversiones de la cultura política, todas fundadas en la violación del principio abstracto “un hombre o una mujer: un voto”. Transcurridos 200 años de la creación de la República de Colombia en la Villa del Rosario, todavía hay personas que se atreven a decir lo siguiente: ¿Cuánto me paga por mi voto? Yo tengo en mi poder 50 votantes: ¿cuánto me da por ellos? ¿Pero acaso no es el mismo Estado quien paga con medio día de vacaciones, o con descuentos en matrículas universitarias, a quienes acuden a las urnas? ¿No tenemos regiones del país donde es práctica consuetudinaria pagar a los votantes por su voto, o moverlos en buses a otras circunscripciones?

Las autoridades educativas y los sindicatos de maestros repiten hasta el cansancio una palabrería hueca sobre la cultura ciudadana. ¿Acaso han logrado establecer una cultura del voto secreto, autónomo, gratuito e informado? Hace 200 años los constituyentes introdujeron el atributo de la lectura y la escritura para asegurarse que el sufragante fuese consciente de su deber ciudadano y de su autonomía política. Hoy casi no hay analfabetismo adulto en el país, y ¿entonces? Veamos las cifras del año 2022: el potencial electoral está hoy en 38.819.901 sufragantes, de los cuales, 20.031.855 son ciudadanas y 18.788.046 son ciudadanos. La votación para el Congreso del pasado mes fue solo de 18.034.781, lo cual significa que el 53,55% de los sufragantes colombianos no quisieron votar.

 El problema de la representación ciudadana es Colombia no tiene nada que ver con el derecho a votar, y menos bajo un régimen constitucional garantista. Tampoco con alguna discriminación de género, pues las ciudadanas mujeres disponen de 1.243.809 potenciales sufragios más que los ciudadanos hombres. El gran problema es una abstención electoral de más de la mitad de los posibles sufragantes. Si lo unimos a los antiguos vicios que arrastra la cultura política en los últimos 200 años, y ahora con la perversión étnica y cultural de la ciudadanía, me temo que aún no hemos andado mucho por el camino de la formación de la ciudadanía que corresponde a una nación moderna.

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