El imperio sin corona que soñó Bolívar

Por: ARMANDO BARONA MESA

Se ha discutido siempre, al enfocar el pensamiento político bolivariano, que al Libertador lo animaban solo las viejas tradiciones de los grandes pensadores griegos clásicos o romanos. Porque por supuesto, Bolívar era un experto en el conocimiento de aquellas culturas y de esos personajes que hicieron de la virtud un ideal grande para la vida de los pueblos. De ahí que los investigadores y estudiosos lo clasificaron en un principio como un clásico del pensamiento y de la política.

Todo eso es cierto. En realidad, la pluma de Bolívar se enaltecía al recordar con su estilo elegante, como surgido de la época del gran enciclopedismo francés, las conquistas que aportaron a la historia del hombre, aquellos grandes pensadores de la Revolución Francesa. Ese sin duda, fue un esfuerzo invariable que Bolívar tuvo en cuenta siempre.

Empero, esa gran cultura bolivariana proveniente de los libros que devoraba con avasallante frenesí, sin duda alguna y poco a poco, trataba de enfocar en el campo sociológico, la falta de cultura de un pueblo sometido por siempre por los españoles a la exclusión de una cultura -salvo para unos pocos- que lo sustrajera de la ignorancia. Así se observa desde la Carta de Jamaica, en el inicio de la gran epopeya y a través de los años en que vislumbraba la necesidad de disfrutar de un gobierno fuerte encargado de culturizar a aquellas naciones aborígenes, afrodescendientes y criollas y aquellos pueblos en formación y darles capacidad de elevar su visión, a los más altos ideales de un gobierno autónomo, progresista y civilizado. Ese, por supuesto, fue su gran objetivo.

El profesor de la Universidad de París, colombiano de nacimiento, Jaime Urueña Cervera, en su obra «Bolívar y la virtud política republicana», anota:

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«La ideología republicana de Bolívar no era ni antigua, ni clásica ni tampoco neoclásica en el sentido estricto de la Escuela de Cambridge. Bolívar, aunque compartía con sus contemporáneos un vocabulario de origen clásico, y aunque pareció recrear instituciones antiguas, profesó en lo esencial un género de republicanismo muy particular que llamaremos «republicanismo heterodoxo».  Y aclara tal autor: «Esto significa que, aunque empleaba el lenguaje clásico, los fundamentos filosóficos y constitucionales de su ideario republicano eran adecuados a los nuevos tiempos. Esa modernidad se expresó primero que todo en un constitucionalismo esencialmente nuevo, cuyas características diferían radicalmente de las instituciones de la Antigüedad.»

No hay duda, pues, que cuando el Libertador quería prolongar el tiempo sin la práctica de elecciones, lo hacía en el entendimiento de que ellas serían, como realmente ocurrió, la fuente de amargas disputas y confrontaciones que, aun hoy, estremecen la historia en general de los países suramericanos. Especialmente del nuestro.

No es exactamente que Bolívar fuera un déspota, como lo sostuvieron con amarga crueldad, aquellos enemigos que ardorosamente fluyeron en los dolorosos años del final de su vida; y que amara el poder y hasta la corona, como trataron durante varios años de sostener sin ningún fundamento.

No. Las numerosas cartas a distintos destinatarios, entre ellos a su más tenebroso enemigo el llanero Páez, en que rechaza la monarquía -que aun éste le ofrecía- y el poder dictatorial, dejan expuesto sin lugar a dudas, su desapego del poder y el ansia de liberación del mismo como una panacea, deseo que no pudo cumplir, primero porque este último dictador (Páez) en el acto más depravado de la historia, lo privó de su propia patria Venezuela, al tiempo que prohibía su entrada a ella y conculcó sus derechos radicados en la mina de Aroa, último reducto de la herencia de sus padres. 

Todo esto ha constituido quizás, la página más oprobiosa que los malvados escribieron contra el gran benefactor americano.

Bolívar, sin duda alguna, cometió errores y falló en muchas cosas, porque era un hombre derecho, intransigente y valiente. Nunca olvidó una página leída en medio del volcán de su vida. Ni tuvo apego por el dinero y menos por el poder. Era un idealista, pero rigurosamente estricto, sin complacencias con los malvados que siempre han existido.

Amó a Santander y le abrió todos los caminos para que triunfara y se hiciera grande, al igual que le permitió sobresalir como uno de los hombres americanos de mayores virtudes, no obstante, el odio cultivado con esmero, que lo condujo a ejecutar a Barreiro y a sus fuerzas finales, cosa que habría de repetir con el paso del tiempo.

No es que Santander fuera malo, sino vengativo y de su furor no pudo escapar una figura tan respetable como el Precursor Nariño, a quien, por cierto, cuando trataron los santanderistas -con su visto bueno- de acribillarlo en aquel parlamento que surgía de la Convención de Cúcuta, que él había presidido, le dieron una oportunidad, imperecedera por cierto ante la historia de la humanidad, de decir aquel discurso que comienza:

“! Que satisfactorio es para mí, señores, verme hoy, como en otro tiempo Timoleón, acusado ante un Senado que él había creado, acusado por dos jóvenes por malversación, después de los servicios que había hecho a la República, y el poderos decir sus mismas palabras al principiar el juicio: «Oíd a mis acusadores, oídlos, señores, advertid que todo ciudadano tiene derecho de acusarme, y que, en no permitirlo, daríais un golpe a esa misma libertad que me es tan glorioso haberos dado». 

En esta memoria del Libertador vale la pena recordar, que Bolívar fue alumno aventajado en Londres y en Venezuela de uno de los hombres de más elevada estatura que ha dado la historia americana: Francisco de Miranda y Rodríguez. De él aprendió los colores de la bandera de aquella Colombia que se ofrecía a sus ojos, como una de las sirenas que conmovieron en su viaje ilusorio a Odiseo. También aprendió ese nombre de Colombia que hacía memoria de Colón, el gran descubridor del continente, y además, a la posibilidad de la creación de un gran imperio sudamericano, como el sueño máximo del mismo Miranda, que no logró trascender en el encuentro frustrado del Congreso Anfictiónico de Panamá.

Lamentablemente, el coronel Bolívar de entonces, había sido nombrado por el propio Miranda jefe de Puerto Cabello -donde se hallaba el fuerte de ese nombre-, por una cita galante, descuidó el fuerte y allí llegaron de inmediato las fuerzas españolas, bajo el amparo traidor de un criollo llamado Francisco Fernández Binoni, capitaneadas por Domingo Monteverde y sus fuerzas, forzando unos días después a Miranda, a un armisticio que significó la caída de la Primera República de Venezuela y al escape, no logrado, del propio Precursor.

Todo esto enardeció a Bolívar y a unos cuantos amigos suyos, que en la noche del 31 de julio de 1812 entregaron, cuando iba a partir de La Guaira, al Mariscal Miranda al propio Monteverde, en un acto que todavía no ha calificado la historia en su verdadera dimensión. Bolívar no quiso en adelante entrar al juicio de aquel momento que él consideró, seguramente con error, como un acto de traición de aquel gran maestro masón. Empero, el que esto escribe piensa y así lo ha consignado en su libro “Nariño y Miranda, dos vidas paralelas”, que puede ser consultado en la Biblioteca Virtual Española Miguel de Cervantes Saavedra, que todo aquello fue un resultado impulsivo del Gran Caraqueño, sin que a su maestro se haya correspondido un tiempo de defensa.

Empero Bolívar, en el zigzagueante camino de su vida, cayendo y levantando, pero con una moral irreductible, acogió todas esas banderas mirandinas, aunque sin promulgar su fuente, como si fueran propias, mientras el genio de Miranda se deshacía en un cuarto de la azotea de aquella cárcel que los gaditanos llamaron La Carraca de Cádiz. Pero la historia sabe sobre el punto que allí, en ellas, estaba el brazo y la mirada de aquel gran hombre y masón. Miranda, que había nacido, igual que Bolívar, en esa ciudad de gran aliento y alegría que era Caracas. Todo esto acontecía, aunque las grandes mayorías populares no eran en esos tiempos partidarias de la independencia, sino que seguían, con clamor casi religioso al rey Fernando VII, para esos momentos prisionero de Napoleón.

Bolívar sale y se refugia en Aruba en donde permanece un corto tiempo; y luego viaja a la Nueva Granada y desde Cartagena lanza una proclama de autocrítica explicativa de lo ocurrido en Venezuela, pero levanta de nuevo la bandera de la libertad.

Camilo Torres, como presidente del estado federativo que se había formado en contra de Nariño, abanderado del sistema centralista con el cual se identificaba el propio Bolívar, lo observa y finalmente lo acoge y le dice aquella frase: “¡Habéis sido un general desgraciado, pero eres un gran hombre!”

Reiteradamente el Libertador, como jefe -discutido- de unas fuerzas incipientes, al frente de las cuales se hallaban sus émulos y enemigos, ha cometido el error de buscar llegar cuanto antes a Caracas y terminar pronto la rebelión. Fueron varios los fracasos rotundos. Y es entonces cuando su inteligencia le señala la necesidad de un cambio de estrategia que viene.

Repensadas así las cosas por el Gran Caraqueño, todo el conjunto fue cambiando después del Páramo de Pisba, y el Pantano de Vargas, y el Puente de Boyacá y la llegada a Bogotá con una camisa roja heredada de un español en la última batalla. Y el Congreso de Angostura en el que se funda aquella Colombia de sus sueños; y la victoria grandiosa de Carabobo y el Congreso de Cúcuta presidido por Nariño y la Carta Constitucional de 1821. Todo este horizonte de sucesos fue transformando el panorama y la imagen de Bolívar, como lo reconoce el propio Pablo Morillo, para quien dejó de ser un facineroso, para señalar en víspera de su regreso a España:

«Nada es comparable a la incansable actividad de este caudillo. Su arrobo y su talento son sus títulos para mantenerse a la cabeza de la revolución y de la guerra: pero es cierto que tiene de su estirpe española rasgos y cualidades que le hacen muy superior a cuantos le rodean. Él es la revolución».

El genio triunfal de ese oficial caraqueño se levanta del polvo deprimente de la derrota. Y cuando todos piensan que todo ha terminado, el sueño de la gloria y de la acción perfila, deletéreo, en un cielo que sólo ve él, la gloria de Junín y Ayacucho, conjuntamente con la independencia de Bolivia. Esa gloria destellante la hemos visto de una sola plumada, en una secuencia que allí está en las páginas de esta historia superior a las otras historias. Pero es del caso anotar que todo esto estuvo en su cabeza rondando como un extenso sueño. Eran unas realidades abiertas a una gloria sin par.

La deidad Tique de los griegos era la diosa de la Fortuna. Y favorecía a los héroes entregándoles una gloria limitada. A Bolívar por su lucha lo favorece como a un gran Libertador, y es entonces cuando en su mente caben todas aquellas ilusiones de componer un gran imperio como el del Norte de América, pero sin un emperador como Napoleón, cuya inventiva había sugerido en plan de halago el desnaturalizado Páez, quien se atrevió posteriormente a negar esa verdad.

Pero, ordinariamente, la diosa Fortuna dejaba de su mano a quien había favorecido y lo mandaba al infortunio. El caso de Edipo rey. Entonces le recaían las mayores desgracias contra toda razón y justicia.

Tal fue el final de Bolívar y ese destino que burlaba su gloria pasada, en la medida en que su enfermedad lo reducía más, como aquella piel de Zapa de Honorato de Balzac.

Veamos esta carta de Bolívar a Agustín Gamarra enviada desde la capital del antiguo imperio inca:

«Lima, 18 de agosto de 1826
Al señor General Agustín Gamarra.
Mi querido General:

Tengo a la vista la última carta que Vd. me ha escrito, la que me ha sido ciertamente muy agradable, porque en ella veo que Vd. está siempre animado de los mejores sentimientos hacia su patria y hacia mí.

 Por este correo será Vd. informado de los últimos acontecimientos de esta capital, que, a la verdad, se ha mostrado muy superior a cuanto podía esperarse del pueblo más agradecido. El colegio electoral de esta provincia a (sic) sancionado unánimemente la constitución boliviana y me ha proclamado presidente perpetuo. Este suceso tan extraordinario me promete las más bellas esperanzas en orden a la federación de que antes he hablado a Vd. de los tres estados de Bolivia, Perú y Colombia, y casi me da la certeza de que consiga la realización de un plan que asegura la dicha y la estabilidad de las tres hermanas. La fuerza de estos mismos sucesos, lejos de detenerme en esta capital, me lleva nuevamente a Colombia a preparar allí los espíritus a fin de que se acepte la constitución boliviana junto con la federación, y establecer el orden y la estabilidad, que están amenazados por la fuerza de los partidos. También es mi objeto consultar la voluntad general de aquel pueblo, sin la cual no puedo aceptar la presidencia que tan generosamente me ha ofrecido este pueblo.

 Hágale Vd. mil cumplimientos a todos mis amigos del Cuzco; yo amo esa ciudad y le soy agradecido.

 Soy de Vd. afectísimo amigo. Bolívar».

 Está claro el plan de acción de Bolívar en relación con su idea grande de unir en una federación, como la del país del norte del continente, que aglutine distintas nacionalidades, en una unidad animada por la religión, la raza mestiza, el idioma y el ancestro común indígena. Era, por supuesto, un gran pensamiento que de haber prosperado hoy sería uno de los más grandes países del mundo. Pero más allá de una lógica simple, ya pintan los partidos políticos contrarios.

Es de destacar que parte de su plan, era no aceptar de momento la presidencia vitalicia o perpetua, como él mismo la llama, que le había otorgado el Perú, hasta que no se consolidara la idea en su propio país Colombia, con sus tres grandes provincias. Todo esto estaba por comenzar, a pesar de que el tortuoso Páez se había expresado ya, con tropas en movimiento, hacia una separación de Venezuela.

Desde luego que Bolívar había encontrado una carta de navegación en la Constitución de Haití de su amigo Petion. Leocadio Guzmán le había ayudado a escribir el documento actualizando aquella carta política a Bolívia, labor a la que igualmente habían concurrido otros expertos en derecho público.

Cuando Bolívar dedica tanto encantamiento a esa Constitución, hay unas razones que él mismo comenta de manera casuística sobre lo que había observado en Haití con la misma Carta.

«En mi libro «BOLÍVAR, GLORIA Y TRISTE FINAL», próximo a publicarse, anoto:

«En el orden de prioridades del Libertador, como se nota en las cartas que en ese propósito se han transcrito y comentado, está en primer lugar crear la unificación constitucional -parece lógico- en todos esos países salidos de su gran sueño, y bajo un sistema federalista, darle existencia a un solo gran país que no tuviere que estar enredado en elecciones periódicas agitadas y violentas, recordando que se trata de naciones que culturalmente no están preparadas para la democracia plena, conforme lo ha anotado el Libertador en la conocida Carta de Jamaica y en muchas otras intervenciones, como se ha visto.”

 «Así de grande es el hechizo que tiene para él esa Carta fundamental que ha creado para Bolivia, adoptada ya en el Perú y en vigencia aparentemente; y que debe extenderse, como un elemento vital de grandeza y progreso, a todos los países bajo su mando.”

 «Se podría anotar que no es, pues, el poder lo que se busca tan afanosamente, sino la fortaleza de un gran imperio que en realidad no lo era, porque él no estaba en plan de ser emperador sino de presidente vitalicio. Es allí donde radica, cree él, la aparente genialidad de su pensamiento. Un imperio que no lo era.”

 «Y sin duda alguna podría haber sido genial, si no fuera porque nunca existe en una sociedad un pensamiento unánime, como que la gente suele pensar distinto; y algo más, casi siempre va en busca de la democracia con elecciones periódicas y cambios de cara en el gobierno y en las instituciones. Por cierto, ese es y ha sido el pensamiento liberal.»

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